Las ciudades venezolanas son muy injustas y generadoras de desigualdad como lo evidencia el alto porcentaje de habitantes viviendo en asentamientos informales. Y la paradoja más cruel es que ese porcentaje supera largamente la media latinoamericana en un país que se jacta de contar con las mayores riquezas naturales de la región.
De la trascendencia y complejidad del hecho urbano dan cuenta los más reputados estudiosos. Levi-Strauss, por ejemplo, consideraba que la ciudad, situada en la confluencia entre la naturaleza y lo artificial, constituye la cosa humana por excelencia: “objeto de natura y sujeto de cultura; individuo y grupo; vivido y soñado”, mientras Fernand Braudel sostenía que “las ciudades son también formaciones parasitarias, abusivas”, pero que igualmente constituyen “la inteligencia, el riesgo, el progreso, la modernidad hacia la que se mueve lentamente el mundo”. Para J. D. Bernal la aparición de la ciudad durante la Edad de Bronce constituye “la invención social crucial”; desde México y un cuarto de siglo más tarde Octavio Paz afirmará que “una civilización es ante todo un urbanismo”.
Estas citas ilustres deberían bastar para apreciar la enorme significación de la ciudad, sin la cual el hombre civilizado el hombre tout court es inimaginable: quienes, como ha ocurrido entre nosotros, proponen necedades como el retorno al conuco, no sólo niegan el progreso sino que menosprecian la dignidad humana; pero esto no significa, ni mucho menos, que ella sea un paraíso en la Tierra.
El derecho básico a la ciudad es, simple y llanamente, poder estar en ella, un cambio fundamental en la vida humana que explica los ingentes esfuerzos que han hecho nuestros campesinos para acceder siquiera a un resquicio. Pero, como lo ha precisado Braudel, esas ciudades también han hecho sufrir a los hombres a través de los siglos, incluso a los que en ellas viven.
Tal vez quepa aquí una digresión: el sufrimiento es hijo del conocimiento y sólo están exentos de padecerlo los muy ignorantes, los resignados a un destino que creen ineluctable y confían alcanzar el paraíso después de la vida terrena. En la ciudad, esa enorme congregación de hombres de circunstancias y culturas diferentes, no hay lugar para la inocencia: se aprende a reconocer la injusticia, pero también que esta no es un destino, que se la puede vencer y que es posible vivir mejor ya en este mundo. Desde esta perspectiva, más que un castigo, el sufrimiento es un incentivo para perseguir metas superiores; el verdadero castigo es no alcanzarlas.
Las ciudades venezolanas son muy injustas y generadoras de desigualdad como lo evidencia el alto porcentaje de habitantes viviendo en asentamientos informales. Y la paradoja más cruel es que ese porcentaje supera largamente la media latinoamericana en un país que se jacta de contar con las mayores riquezas naturales de la región. La terrible crisis humanitaria que hoy, de manera injustificable, se abate sobre Venezuela, arroja una luz inusitadamente dramática sobre esa realidad: es allí donde están ocurriendo las muertes de niños por hambre y donde reaparecen con intensidad enfermedades que habían sido reducidas a su mínima expresión. A esto se suma el grave deterioro de los servicios, equipamientos y espacios públicos de la ciudad (hospitales, escuelas, bibliotecas, acueductos, transporte, plazas y parques) que golpea sobre todo a los más pobres cuyas condiciones de vida han empeorado dramáticamente en los últimos lustros.
Alcanzar la justicia urbana constituye hoy un objetivo primordial del progreso y la democracia: superar esas carencias, hacer la ciudad cada vez menos desigual y excluyente es un camino relativamente expedito no sólo para acercarse a la justicia social sino, también, para activar los mecanismos que pueden impulsar a la sociedad como un todo hacia la modernidad y la democracia liberando la extraordinaria potencialidad de la máquina urbana: ciudades injustas no producen ciudadanos activos sino súbditos sumisos, la savia vital de los regímenes tiránicos.
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